viernes, 28 de marzo de 2014

Primavera.

El roble del jardín se ha cubierto de brotes nuevos y a sus piés crecen flores violetas.

El césped vuelve a ser verde brillante, no ese verde grisáceo y apagado del invierno.

Los árboles vuelven a ser verdes, amarillos, blancos, rosas, rojos y se van cubriendo y cerrando, perdiendo su espectral y seca forma de invierno. Entre sus ramas, cuervos ruidosos, todo tipo de pequeños pajarillos y palomas torcaces gordas y lustrosas (no como sus sarnosas primas de ciudad) han empezado a hacer sus nidos.

Patos y garzas de colores llenan el canal que fluye lento y perezoso a unos metros de casa, la gente se sienta al sol, a leer en sus jardines o pasea sin chaqueta por primera vez en varios meses y hasta Indi se rasca concienzudamente arrancándose mechones de la suave pelusa que lo abrigaba y busca los rincones en sombra del jardín desde los que sigue vigilando a los vecinos, al fresco...

Pero no huele a sal ni a pino, huele a hierba fresca y tierra mojada. El Levante no intenta espantar al calor sin conseguirlo y no hay que entrecerrar los ojos porque el sol brilla, pero no ciega.

No hay monte al que subirse y ver el Mediterráneo desde la altura de una colina, de un azul azul brillante que refleja el sol. Desde lo alto de una duna el Mar del Norte sigue siendo gris y salvaje y no está enmarcado de romero, pinos, genista y rocas, solo de largas dunas de arena blanca.

Llueve y sale el sol y es fácil ver el arcoiris.

La Primavera ha explotado, pero no es igual.

   

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